Un escándalo

¿Cómo es posible que en un solo centro educativo haya 15 adolescentes incluidos en el protocolo antisuicidios y de conductas autolesivas?


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No recuerdo haber sufrido bullying en mi infancia. Y eso que alguna que otra papeleta tenía. Quizás me libré porque a otros les repartieron más números. El caso es que, sin tener el rol de acosador ni de acosado, me convertí en cómplice. Vamos, como la mayoría. Esto es algo de lo que me he dado cuenta recientemente y que, sin duda, me duele. Qué rabia no poder viajar atrás en el tiempo para cambiar el pasado. ¡Cuántas cosas hacemos por intentar encajar! ¡Cuántas veces callamos para no salirnos de la norma, para no salir escaldados! Qué cobardes hemos sido todos.



“Son cosas de niños”, “Ya se le pasará” o “No es para tanto” son algunos de los hits que, como si de una gota malaya se tratara, fueron calando en los entornos educativos y sociales hasta asumirse como verdades. Las reacciones ante estas situaciones eran tan laxas y absurdas que muchas víctimas de esta lacra optaron por tragar y aguantar, a costa de una estabilidad emocional que con suerte, y mucha terapia, podrían recuperar ya de adultos. ¡Cuánto sufrimiento! Relativizamos hasta tal punto el problema que al final se nos ha ido de las manos.



Como constatan numerosos estudios, el acoso escolar es una de las principales causas de suicidio entre los jóvenes. El informe de Save the Children sobre salud mental en la infancia y adolescencia Crecer Saludable(mente) alerta de que “los menores que son víctimas de acoso escolar tienen 2,23 veces más riesgo de padecer ideaciones suicidas, así como 2,55 veces más riesgo de realizar intentos de suicidio”.



Según el INE, solo entre 2020 y 2021, el porcentaje de jóvenes de entre 10 y 14 años que se quitaron la vida aumentó un 134% y en 2021 el suicidio fue la tercera causa de muerte entre los jóvenes de 15 a 19 años, después de los accidentes de tráfico y los tumores. No hay dato que no escandalice. Por aportar otro más, entre 2012 y 2022 la Fundación ANAR, organización sin ánimo de lucro que ayuda a niños/as y adolescentes en riesgo, ha registrado un aumento del 25,9% en el número de casos atendidos por riesgo de suicidio. La pandemia habrá empeorado las cosas, pero no podemos achacar a la Covid-19 toda la responsabilidad. Se ha mirado tanto tiempo hacia otro lado que cuando ha llegado el tsunami nos ha dejado con el agua al cuello. No hemos sabido afrontarlo.



¿Cómo es posible que en un solo centro educativo haya 15 adolescentes incluidos en el protocolo antisuicidios y de conductas autolesivas? Llevo semanas dándole vueltas al problema que están viviendo en el IES La Moreria de Mislata. Me pregunto cómo es posible que haya tantos casos en un mismo instituto y no entiendo cómo la administración ha tardado tanto en actuar. Estoy verdaderamente escandalizado, tanto que comparto mi preocupación con amigos docentes y me responden que no saben de qué me extraño, si se trata de algo cada vez más habitual. El profesorado está cansado de solicitar más recursos para dar respuesta a un fenómeno complejo que se agrava con el paso del tiempo.



¿Qué está pasando? ¿La situación es distinta a la de hace veinte años o es que ahora, al fin, se visibiliza? ¿Qué tipo de educación les estamos dando a las nuevas generaciones? ¿Tienen un exceso de expectativas? ¿Es un problema de baja tolerancia a la frustración? ¿Existe la suficiente coordinación entre las familias y los centros? Sea como fuere, nuestra juventud necesita ayuda y no sé hasta qué punto se la estamos ofreciendo. Supongo que no hay fórmulas mágicas, pero estoy convencido de que si les prestamos más atención e invertimos el dinero necesario en tratar la salud mental y la educación emocional como se merecen seremos capaces de llegar a sus angustias y eliminarlas, o al menos apaciguarlas. Nadie debe tener nunca papeletas para un sorteo demasiado triste, doloroso e injusto.


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