En Netflix está disponible un programa de la televisión japonesa llamado ‘Soy mayor’ en el que niños muy muy pequeños afrontan solos retos nuevos para ellos como ir a comprar o hacer recados de casa. La premisa es original y da pistas sobre la disciplina y la autoridad con la que se educa en el país nipón. Pero si algo se aprende viendo este peculiar espacio, además de que hay padres terriblemente crueles y de que la productora del espacio debe seguir trabajando en el concepto de ‘cámara oculta’, es que hacerse mayor no va de saber llegar al súper y cargar con las cuatro cosas que te ha pedido la familia, desgraciadamente. Ojalá fuera así.
Hacerse mayor es otra cosa, mucho más compleja y difícil de definir. Hacerse mayor es como abrir una lata de berberechos o una bolsa de patatas fritas y decepcionarse al descubrir que hay muchas menos unidades de las prometidas y que, para más inri, caducan pronto. Vamos, es confirmar que, en parte, te han timado. Es corroborar que ya nunca nada volverá a ser como cuando eras pequeño y la vida era una despreocupación continua. Hacerse mayor es asumir que, para bien y para mal, el tiempo no se detiene. Como escuché una vez y nunca se me olvidará: “Día que pasa, día que no vuelve”. Lástima que a veces nos demos cuenta cuando es demasiado tarde. Por mucho que nos lo adviertan, no hay nada como experimentarlo para constatarlo. Supongo que eso forma parte del juego.
Hacerse mayor es notar en el cogote el susurro del banco, y junto a él el de Hacienda, recordándote que tienes que seguir pagando las facturas y cumpliendo a rajatabla con tus obligaciones fiscales. Hace falta dinero y, por lo tanto, trabajo para poder comer y resguardarse del frío y del calor. Hacerse mayor es convivir con el constante miedo al sufrimiento de tu gente, cargar con el temor a que de repente te comuniquen alguna mala noticia que pueda cambiar el rumbo de sus vidas y, en consecuencia, de la tuya. Hacerse mayor es una putada.
Pese a todo, hacerse mayor también es valorar más y mejor todo lo que nos pasa, celebrar todas las victorias, por pequeñas que sean, y entender que hay que aprovechar cada momento como si fuera el último.
Los niños de este programa de televisión crecerán y olvidarán esta singular experiencia televisiva, eso si no les deja un trauma infantil la falta de compasión de sus progenitores. Nosotros, por nuestra parte, seguiremos adelante con nuestras vidas, fantaseando cada vez que entremos en un supermercado con la idea de que sentirnos solos en medio de tanto ultraprocesado es nuestro único tormento. Vamos, una utopía.
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